sábado, 26 de marzo de 2011

Tercer Domingo de Cuaresma

¿Quién de nosotros no le teme y huye a la soledad, a la tristeza, al vacío, al sufrimiento y dolor? ¿Quién no anhela ser feliz? Diariamente, incluso sin ser conscientes de ello, nos vemos impulsados por ese anhelo de felicidad que nos lanza a buscar incesantemente por aquí y por allá, probando de esto o lo otro, para encontrar aquella fuente en la que podamos apagar nuestra sed de felicidad. Todos nosotros podemos reconocer en este ir y venir de la samaritana al pozo en busca de un poco de agua, cómo en nuestra propia vida buscamos incesantemente un agua que apague una sed profunda, nuestra sed de felicidad.
Pero una cosa es saciar esa sed definitivamente y otra calmarla de momento. Muchos creen que van a resolver su sed de felicidad como la samaritana: “llenando” su vida, su vacío interior, su anhelo de ser felices, con la compañía, la seguridad, el afecto o incluso la satisfacción sensual que le producen ciertas relaciones. Si no encuentran agua en un “pozo” y fracasan, buscarán saciar su sed en otro “pozo”. Así andan de pozo en pozo, sin saber cómo resolver verdaderamente esa sed de felicidad. No hacen sino vivir llenando vacíos y “tapando huecos” de día en día, procurando llenar ese vacío de infinito con experiencias que lejos de apagar la sed la agudizan cada vez más, la hacen cada vez más cruel.
¿Cómo saciar definitivamente mi sed de felicidad? Cristo nos invita a acudir a Él. Él no solo tiene la respuesta: ¡Él es La Respuesta! Sí, el Señor Jesús nos permite comprender el origen de esta sed así como también el modo de saciarla definitivamente: «el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás» (Jn 4,14). Y es que la sed de felicidad que experimenta todo ser humano, que experimentamos tú y yo en lo más profundo de nuestro ser, es en realidad una sed de Dios, y como tal, no podrá ser saciada finalmente sino solamente por Él.
En este acudir a Cristo no se trata de renunciar a las fuentes de alegría de las que Dios lícitamente ha querido que gocemos en nuestro terreno peregrinar. Pero tampoco se trata de quedarnos en ellas, o de aferrarnos a ellas cuando Dios nos pide dar un paso más. Son una invitación a volver nuestros ojos a Dios mismo, la fuente de donde nos vienen tantas alegrías, para darle gracias y buscar en Él esa agua viva que apague definitivamente, y por toda la eternidad, nuestra sed de felicidad.

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